Se han apagado en la noche los últimos
vencejos de San Lorenzo. Aquel recuerdo: «Niño, no se pueden matar, porque son
los que le quitaron las espinas al Señor».
El Gran Poder tiene su color de siempre:
color tinieblas. Como la cera de sus nazarenos. Color de luz de la mañana. Como
su paso racheado por el Museo, cuando los vencejos bajan a quitarle las espinas
de su corona, enverdinada de lágrimas de madre, de recias lágrimas de hombre.
No, no le han cambiado el color al Gran Poder. No hay restaurador en el mundo
que le cambie el color a la fe de Sevilla, al misterio de la encarnación de la
encarnadura de Dios entre nosotros, tal como lo soñamos. El Gran Poder sigue
teniendo el color de Quien creó el arco iris, y las claritas del día de
naranjos en flor, y el sonido de los cascos de los caballos en estas noches
lentas de novilladas en un Arenal por cuya Puerta volverá a pasar de Madrugada,
moreno de rezos, bronce de promesas.
Antonio Burgos
ABC, 29 de julio de 2006
Foto: Javi Jiménez.
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